Aquél viejo chino tenía razón: no hay que mojarlos.
A primera vista parece un montoncito de patas, colas y bigotes sin una forma animal reconocible; pero al acercarte más empiezas a distinguir que cada una de esas bolitas respira, tiene vida propia, y puedes contar hasta siete gatos minúsculos. Hay tres naranjas, dos grises y blancos, una carey y una tricolor.
Su vida transcurre de forma pacífica dentro de la caja forrada con trapos y mantas que les he preparado en mi habitación. Básicamente duermen, chillan y comen. De momento tienen los ojos cerrados, son como topillos y se guían por el olor. Su única preocupación es enganchar la teta de su madre antes que sus hermanos, aún no se han dado cuenta de que tocan a una por cabeza, y aún queda otra libre. Cuando dos se encaprichan de la misma, se desata su furia y empiezan a chillar como ratitas y a darse manotazos a ciegas. Y esa será su vida durante sus primeras semanas en la tierra.
Hermanos decidiendo pacíficamente quién come primero.
Con esta descripción parece que llevan una existencia bastante anodina, fuera de esas peleas ocasionales; pero no es así, ¡ni mucho menos! Me podría pasar horas mirando cómo duermen, cómo se agitan en sueños, y sobre todo, cómo trepan y se zambullen los unos sobre los otros para encontrar un pezón libre, como si fueran culebras.
Sospecho que en unas semanas, cuando tenga siete cachorros enloquecidos correteando por mi cuarto, desearé que vuelvan estos primeros días de paz. Pero de momento, me muero de ganas de que abran los ojos y empiecen a explorar.
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